domingo, 24 de enero de 2021

Un (buen) maestro.

Llegó antes de las reformas educativas; antes, incluso, de la Ley General de Educación. Llegó a una tierra adusta y alejada de todo, en un tiempo cercano a aquel en que los maestros pasaban un hambre de maestroescuela. Y allí pagó el tributo anual correspondiente a la falta de puntos para destinos más brillantes.

Mediana edad, Mediana estatura, flaco, hombros cargados -de misterio pensaba yo-, nariz aguileña, entre moreno y cetrino, y andar inquieto. No era frecuente poder apreciar sus ojos pequeños, negros y penetrantes, tras las gafas semitintadas. Sólo se sentaba para escribir, aunque era capaz de escribir en el aire sus palabras.

En realidad no sé si era o no buen maestro. He oído en alguna ocasión que el buen maestro aparece cuando el alumno lo necesita. Probablemente yo lo necesitaba y por eso estoy ahora reviviéndolo en estas líneas improvisadas. Tengo mis dudas, además, de si todo lo que recuerdo le corresponde, o la neblina del tiempo difumina la propiedad de algunas anécdotas.

Los primeros días de setiembre ponen un poco de orden en la barahúnda veraniega del trabajo en el campo. La escuela impone su orden nuevo, aunque respeta el habitual cambio de maestro en cada curso. Días de retos y tanteo de límites, de filas y canto trasnochado obligatorio. El maestro no es fanático del orden instituido y sus alumnos respiramos hondo.

No ser fanático y mantener las formas requiere ingenio y trabajo. Secretario y alcalde no cuentan porque no piensan demasiado, bastante tienen con sobrevivir, pero queda el cura. Cuando mayo requiere su tributo de flores el maestro no busca en los libros versos ridículos. Se sienta y escribe:

    La isba y la pagoda no se entienden,
    Ante un cuadro mural hoy deliro
    (…)

Escribe versos que algún alumno recita en la iglesia sombría sin entender -ya habrá tiempo de hacerlo-. El cura no sabe qué pensar y la Virgen seguramente se siente engañada porque sabe que no es la inspiradora ni la destinataria de todo aquello.

    ¿A qué viene escribir aquí,
    si a dos pasos tú, más cerca
    que el buzón de correos?”

El alumno no entiende estas palabras ni otras muchas que el sabio tranquilo y hermético vierte por doquier en su tarea de enseñanza. A cambio, admira y absorbe, hasta los dictados: “La barahúnda abigarrada de claveles inauditos…”, que aún resuenan en algún lugar de la memoria del niño que permanece. Los dictados no son canónicos, no están escritos en ningún libro, serán presa de la ignorancia pedagógica futura, pero ¡cuánto aprendió uno de los dictados! ¡Qué empeño por bajar de las treinta faltas!

En los días breves, porque la noche se nutre de luz y de frío, la escuela tiene su gloria encendida. La escuela tiene su tiempo de gloria que la hace más apetecible que el campo abierto, incluso para niños de pueblo. El maestro ofrece sin muchas esperanzas un campo de batalla civilizado a las jóvenes energías permanentemente sedientas de pelea. Sesenta y cuatro casillas con reyes y reinas, peones…, y unas pocas reglas. Y reta, nos reta, juega en desventaja de piezas, ofrece días libres… y el milagro llega: la escuela hierve a partir de las cinco de la tarde en pleno invierno.

Pero no todo es pelear, planificar, diseñar estrategias, saber perder, etc. También hay que aprender otras cosas. Una vez más el maestro exhibe su magisterio sin saber que lo hace, eso lo descubrirán después los sesudos pedagogos: motiva. Nos coloca en orden descendente de puntuación, y da el pistoletazo de salida para subir en la escala. ¿Cómo? Retando a quienes están por delante. ¿Armas? Preguntas y respuestas. Si el de abajo gana ocupa el lugar del de arriba.

Toca hacer equilibrios. Los tiempos y sus dominadores exigen el tributo de los vencedores. Los niños también tienen que ganarse el cielo, a donde llegarán por el camino de la iglesia. ¡Hay de quien no siga ese camino! Los caprichos del destino colocan la huerta del cura y sus manzanas muy cerca y, como en el paraíso, a veces los niños prefieren alguna manzana al pan blanco. El maestro rumia su contradicción y castiga, castiga con firmeza, pero sin rencor, sin desprecios, con castigos que saben más a reprimenda fingida que a rechazo real.

Llega el fin de curso y se va como vino: sin el mínimo aspaviento. El sabe, y nosotros también, que no volverá. Lo enseña la experiencia repetida cada año. Queda atrás un curso de convivencia armónica y aprendizaje casi natural. En el aire, y en la cabeza de todos la pregunta reiterada: ¿Vendrá el año que viene un buen maestro? Cinco años después empezaría otra historia: la primera Ley General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa.